El chef del restaurante Elkano de Getaria relata su aventura en Cádiz con el proyecto Cataria, una fusión de tradición vasca y producto andaluz que nace del respeto absoluto por el territorio y quienes lo habitan.
“Al principio nos tomaron por locos”, recuerda entre sonrisas Aitor Arregi, chef de Elkano y uno de los referentes de la cocina vasca actual. Su relato, cargado de humildad, admiración y un profundo sentido de pertenencia al mar, desgranó la experiencia de trasladar la esencia de la parrilla de Getaria a las costas de Cádiz, donde desde hace diez años impulsa el proyecto Cataria, en colaboración con el hotel Iberostar Royal Andalus.
Más que un restaurante de temporada, Cataria es un laboratorio de diálogo entre culturas marítimas. Y su receta, según explicó Arregi, va más allá del fuego y el pescado: “Lo primero que pedimos no fue una cocina, ni un horno. Fue una persona. Alguien de allí que nos conectara con el entorno”. Esa persona fue Emilio, pescador nacido en el desaparecido pueblo de Sancti Petri, que lleva décadas saliendo al mar, construyendo sus propios barcos y sabiendo —sin fórmulas ni algoritmos— distinguir un salmonete de piedra de uno de arena solo por el tacto y el olor.
Con Emilio comenzó una búsqueda conjunta de producto y conocimiento, desde los esteros gaditanos hasta los caladeros más secretos. “Nos desnudamos para empezar de cero”, confesó Arregi. Aprendieron de las jurelas reales y su punto óptimo en primavera, del trasmallo como arte de pesca, y reinterpretaron sus propias técnicas aplicando el saber local. Cabezas de jurela a la brasa, lomos ahumados con cepina y visiones cruzadas entre el norte y el sur que dieron forma a nuevos platos.
Uno de los productos más complejos, pero también reveladores, fue la morena. “En Getaria trabajamos el congrio. En Cádiz, la morena se adoba y fríe, pero nosotros quisimos llevarla a la brasa”, explicó. Para ello estudiaron las rutas de pesca, los ciclos digestivos del pez, y desarrollaron un método inédito: oler el aliento de cada morena en la lonja para detectar si había comido recientemente y evitar sabores indeseables. Con su carne grasa y piel crujiente, prepararon mantos a la parrilla, tocinos marinos y hasta un pil pil de morena, homenaje a la tradicional kokotxa vasca.
Así nacieron platos híbridos como la morena al pil pil o con salsa vizcaína, ejemplos de ese “tornaviaje” gastronómico que Cataria propone: ida y vuelta de técnicas, sabores y sensibilidad.
La intervención de Arregi no fue solo una clase magistral de cocina, sino un canto al territorio como origen de todo. Habló del borriquete, “el pescado más barato de nuestra carta, pero uno de los más nobles y sabrosos”. De las ortiguillas, anémonas marinas fritas en Andalucía que ellos templaron suavemente a la brasa. De las almendritas, cefalópodos cuya textura depende del entorno, y que encontraron perfectas en una zona sin depredadores. De chipirones que se convierten en marmitacos, y de calamares que viajaron desde Cádiz hasta Getaria para quedarse en la carta.
Cataria, dijo, no es una marca, es una consecuencia. “En diez años no hemos hecho más que aprender. Nos hemos enriquecido en espacio, en cultura, en costumbres y en ritos”, señaló. Y lo más importante: “El primer cocinero es el marinero. Si no hay mar, no hay cocina”.
La experiencia de Arregi en Cádiz es también una lección de humildad: “Queríamos aplicar nuestra cocina, pero descubrimos que antes había que entender el lenguaje del territorio. Y ese lenguaje solo lo habla quien lo habita”.
Entre risas, anécdotas y alguna canción de Chavela, su relato se convirtió en una declaración de principios: cocinar es escuchar, observar, y compartir. Y eso, en Cataria, lo hacen con brasa, sal y respeto.
