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viernes, diciembre 5, 2025
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Chile abre un frente global contra la cría de pulpos: una propuesta de ley enciende el debate sobre ética y sostenibilidad

Chile se ha convertido en el primer país de América Latina en plantear la prohibición del cultivo intensivo de pulpos, un movimiento que sitúa al país andino en el centro de la discusión internacional sobre los límites éticos y ambientales de la acuicultura. La iniciativa, presentada por la diputada Marisela Santibáñez con el apoyo de otros siete parlamentarios, introduce el principio de precaución en un terreno aún incipiente: si se aprueba, vetaría el establecimiento de granjas de pulpo en territorio chileno. El proyecto se encuentra actualmente bajo análisis de la Comisión de Medio Ambiente y Recursos Naturales del Congreso.

La propuesta llega en un momento de redefinición del modelo acuícola a escala global. Defensores del texto sostienen que avanzar hacia nuevas especies de cultivo sin resolver impactos del pasado sería un error estratégico. En esa línea, el proyecto apela a razones ambientales, sanitarias y de seguridad alimentaria, con énfasis en la protección de ecosistemas marinos vulnerables y en la salud pública. Uno de los argumentos centrales es de balance ecológico: los pulpos son carnívoros y su engorde depende de insumos proteicos derivados de stock silvestre, lo que elevaría la presión sobre pesquerías ya tensas y desplazaría alimento clave para otras especies.

La trama internacional aporta contexto: en distintos países ganan terreno las restricciones al cultivo de pulpos, tanto por dudas sobre su bienestar —se trata de animales solitarios e inteligentes, sensibles al estrés— como por los altos requerimientos de proteína marina que implicaría su engorde a escala industrial. En Estados Unidos, estados como Washington y California han dado pasos en la misma dirección, y otras jurisdicciones debatieron o debaten medidas similares. Para los promotores chilenos, este clima refuerza la oportunidad política de marcar un estándar preventivo antes de que la actividad eche raíces.

El impacto sectorial de la medida sería, por ahora, acotado: la acuicultura chilena orbita principalmente en torno a la salmonicultura y el cultivo de mitílidos (chorito), por lo que el veto a los pulpos operaría como cláusula de contención ante la posible irrupción de un nuevo subsector intensivo. Lejos de leerse como freno a la innovación, sus impulsores lo presentan como una señal de política pública: orientar la inversión hacia soluciones tecnológicas y productivas más compatibles con los límites ecológicos, y proteger a la pesca artesanal y a las comunidades costeras de eventuales impactos en la competencia por insumos o por espacio marítimo.

El texto, no obstante, abre interrogantes de aplicación. ¿Cómo tipificar y fiscalizar la prohibición? ¿Qué criterios sancionadores se aplicarían ante eventuales proyectos piloto o pruebas de investigación? ¿Cómo armonizar la medida con regímenes de concesiones acuícolas ya otorgadas y con la agenda de innovación universitaria y privada? El debate, admiten los actores, no es solo jurídico: reclama criterios científicos para el bienestar animal en cefalópodos, así como estándares de certificación y trazabilidad que hoy no están consolidados para esta especie al nivel de otras producciones.

Detrás de la discusión late un conflicto de modelos. Los defensores del cultivo de nuevas especies arguyen que la demanda mundial de proteína empuja a diversificar; los críticos responden que hacerlo con especies carnívoras intensifica la huella ecológica al convertir peces silvestres en alimento para granja, encareciendo además la seguridad alimentaria de comunidades que dependen de esos recursos. A esto se suman posibles externalidades locales: desde la carga orgánica en aguas cercanas a centros de cultivo hasta riesgos sanitarios por enfermedades asociadas a sistemas intensivos.

En términos políticos, el proyecto coloca a Chile en una posición de liderazgo normativo en América Latina al establecer un límite ex ante a una industria aún no desplegada. Sus partidarios creen que el país puede evitar errores sufridos en otras ramas de la acuicultura aprendiendo antes de expandir; sus detractores temen cerrar puertas a posibles desarrollos científicos y productivos. La comisión parlamentaria deberá sopesar estos argumentos, escuchar a expertos en ecología marina, sanidad de animales acuáticos, ética y economía pesquera, y trazar un dictamen que luego pasará al pleno.

Sea cual sea el desenlace legislativo, la señal ya ha surtido efecto: el cultivo de pulpos se ha instalado como caso test de hasta dónde puede —y debe— avanzar la acuicultura sin comprometer ecosistemas, biodiversidad y cohesión social en las costas. En un país cuya identidad marítima es innegable, y que busca reconciliar producción con conservación, la iniciativa funciona como punto de inflexión: obliga a reimaginar la innovación no como expansión ilimitada, sino como selección responsable de qué producir, cómo y para quién. Chile, al abrir este debate, envía un mensaje nítido a la región y al mundo: la sostenibilidad no es un adorno regulatorio, sino la condición de posibilidad para cualquier futuro de la economía azul.

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