CULTURA MARITIMA

Refugiados climáticos: cuando el hogar se hunde bajo el agua

La historia de Denecia y Wenceslaus Billiot y de la isla Jean Charles, en Luisiana, simboliza cómo el cambio climático borra paisajes, casas y una forma de vida entera.

Los protagonistas de la crisis climática ya tienen rostro y nombre. No son cifras en un informe del IPCC ni curvas en una gráfica, sino matrimonios como Denecia y Wenceslaus Billiot, que pasaron toda su vida en Isle de Jean Charles, una estrecha lengua de tierra en el sur de Luisiana que se hunde lenta pero inexorablemente bajo el agua. La fotógrafa francesa Sandra Mehl ha retratado su historia en una serie que se ha convertido en símbolo de una nueva categoría humana: los refugiados climáticos.

Isle de Jean Charles, donde vive el pueblo indígena Biloxi-Chitimacha-Choctaw, ha perdido alrededor del 98 % de su superficie desde mediados del siglo pasado por el ascenso del nivel del mar, la erosión costera y la construcción de diques y canales que han alterado el flujo natural de sedimentos del Mississippi. De «casi una aldea» se ha pasado a apenas unas pocas familias resistiendo entre marismas, casas elevadas sobre pilotes y carreteras que se inundan con cualquier temporal.

La pareja fotografiada por Mehl murió antes de que el huracán Ida arrasara en 2021 parte de su vivienda. Tras su fallecimiento, lo que queda de su casa y de su abrazo se ha transformado en metáfora de una vida entera vivida en equilibrio precario frente a un clima cada vez más violento. Su imagen condensa lo que está ocurriendo en decenas de puntos del planeta: comunidades que no se marchan por elección, sino porque el territorio que les sostiene literalmente desaparece.

En el caso de Isle de Jean Charles, el Gobierno federal de Estados Unidos concedió en 2016 un fondo de 48 millones de dólares para reubicar a la comunidad en una zona más segura cerca de la ciudad de Houma, en lo que se presentó como uno de los primeros programas de «retirada gestionada» por causas climáticas. Pero sobre el terreno, el proceso ha sido complejo y conflictivo: no todos los vecinos querían irse, otros se sintieron excluidos de los criterios de elegibilidad, y las tensiones históricas derivadas del racismo y de otros desplazamientos forzosos han resurgido.

Aun así, el caso de Isle de Jean Charles ha pasado a la historia como un laboratorio de cómo gestionar —o cómo no gestionar— la primera ola de refugiados climáticos internos en un país rico. Investigaciones recientes advierten de que, si no se cambia de rumbo, millones de personas en las costas estadounidenses tendrán que abandonar sus hogares a lo largo de este siglo por el avance del mar y el aumento de las tormentas extremas.

Fuera de Estados Unidos, el fenómeno es aún más dramático. Pequeñas islas del Pacífico, del Índico o del Caribe negocian ya su futuro como Estados cuyo territorio habitable se encoge año tras año. En regiones del Sahel o del sur de Asia, las sequías prolongadas y las inundaciones extremas obligan a campesinos y pastores a desplazarse a ciudades saturadas o a cruzar fronteras, generando nuevas tensiones sociales y políticas. Naciones Unidas calcula que, de mantenerse las tendencias actuales, decenas de millones de personas podrían verse forzadas a migrar por motivos vinculados al clima antes de mediados de siglo, aunque no existe una cifra única ni un reconocimiento jurídico específico para estas personas.

Precisamente, uno de los grandes vacíos es legal. La Convención de Ginebra de 1951, que define quién es refugiado, no contempla el cambio climático como causa de protección internacional. Quienes huyen de la subida del mar, de la desertificación o de huracanes cada vez más destructivos quedan atrapados en una zona gris: no encajan en las categorías clásicas de persecución política o étnica, pero tampoco pueden volver a un hogar destruido. De ahí que muchas organizaciones reclamen nuevos marcos legales, o al menos interpretaciones más flexibles de los ya existentes, que permitan dar respuesta a estas nuevas realidades.

Ante esta falta de reconocimiento, la fotografía y el periodismo desempeñan un papel crucial. El trabajo de Sandra Mehl sobre Isle de Jean Charles no solo documenta la desaparición física de un territorio, sino también la de un modo de vida: la pesca artesanal de agua salobre, las redes familiares, las ceremonias comunitarias, las casas de madera que se oxidan frente al pantano. Su cámara recoge el momento exacto en que una cultura se ve obligada a mutar para sobrevivir, y al hacerlo pone rostro al concepto abstracto de «refugiado climático».

En paralelo, expertos en adaptación insisten en que la reubicación no puede ser el «último recurso improvisado» cuando la catástrofe ya es irreversible, sino una política planificada, participativa y dotada de recursos. Estudian experiencias en Países Bajos, Australia o Guatemala, donde comunidades enteras han sido trasladadas para reducir el riesgo de inundaciones, y señalan factores comunes: diálogo temprano, compensaciones justas, participación real de los afectados y respeto por los vínculos culturales con el territorio.

Los refugiados climáticos —o quienes están en camino de serlo— plantean preguntas incómodas a las sociedades emisoras de gases de efecto invernadero. ¿Quién paga la mudanza de una comunidad que pierde su isla, su costa o su cosecha? ¿Qué responsabilidad tienen los países que más han contribuido a la crisis climática en la protección de quienes menos han emitido? ¿Cómo se respetan la dignidad, la identidad y la memoria de las comunidades desplazadas?

Mientras los gobiernos negocian respuestas imperfectas, historias como la de Denecia y Wenceslaus Billiot nos recuerdan que el tiempo corre. Su abrazo, fotografiado poco antes de que la muerte y un huracán deshicieran su hogar, encarna el vértigo de una humanidad que busca refugio frente a un clima que cambia más rápido que nuestras leyes, nuestras políticas y nuestras conciencias. Los refugiados climáticos ya están aquí; la cuestión es si estaremos a la altura de ofrecerles, además de un techo, un futuro digno.

Fotografía:Isle de Jean Charles, donde vive el pueblo indígena Biloxi-Chitimacha-Choctaw

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