El investigador del IEO-CSIC y vicepresidente primero de ICES, Pablo Abaunza, defiende en Celeiro que la conservación de los fondos marinos y la actividad pesquera son compatibles, pero alerta de los “errores de enfoque” del reglamento europeo sobre ecosistemas marinos vulnerables.
La sostenibilidad de los océanos no se juega solo en los despachos de Bruselas, sino también en los fondos donde faenan las flotas de artes de fondo. Así lo expuso en Celeiro el investigador del Centro Oceanográfico de Santander del IEO-CSIC y vicepresidente primero de ICES, Pablo Abaunza, en una ponencia centrada en ecosistemas marinos vulnerables, espacios protegidos y pesca responsable, que despertó tanto interés científico como tensión política entre los asistentes.
Doctor en Ciencias Biológicas por la Universidad del País Vasco y con una larga trayectoria como director del Centro Oceanográfico de Santander, jefe de área de Pesquerías y subdirector general de Investigación del IEO, Abaunza habló con doble gorra: la del investigador que lleva décadas trabajando bajo el paraguas de ICES y la del experto que conoce de primera mano las consecuencias de las decisiones comunitarias sobre las flotas del Atlántico nordeste.
El punto de partida de su intervención fue un marco conceptual sencillo pero contundente:
Por un lado está el ser humano, que necesita seguridad alimentaria, empleo, cultura y modo de vida; por otro, el medio marino, que proporciona recursos, servicios ecosistémicos y biodiversidad. “Son dos mundos íntimamente unidos. No hay escapatoria: solo pueden coexistir si hay sostenibilidad”, resumió.
Sobre esa base, recordó que tanto la política pesquera como la ambiental han construido en paralelo su propio armazón normativo:
“El reto —insistió— no es elegir entre recursos para la gente o recursos para la naturaleza, sino garantizar ambos a la vez”.
Abaunza dedicó buena parte de su exposición a aclarar un concepto que, a su juicio, se utiliza con demasiada ligereza en el debate público: los ecosistemas marinos vulnerables (VME, por sus siglas en inglés).
Recordó que la definición nace en la FAO hace más de dos décadas, sobre todo ligada a las pesquerías de aguas profundas en áreas internacionales, con un objetivo claro: evitar que determinadas artes destruyan hábitats frágiles del fondo marino.
Para ser considerado ecosistema marino vulnerable, un hábitat debe cumplir varios criterios:
“Cuando vemos corales de aguas profundas, grandes esponjas o plumas de mar, sabemos que estamos ante posibles VME”, explicó. Pero, subrayó, el debate no acaba ahí.
Una de las palabras que Abaunza repitió con más énfasis fue “significativo”.
“La actividad humana siempre impacta. La pregunta no es si impactamos, sino si el impacto es significativo o no”, recalcó.
Para valorar ese carácter “significativo” del impacto sobre un VME, la ciencia tiene en cuenta, entre otros factores:
A modo de ejemplo, comparó el efecto de una gran flota industrial sobre una población de merluza con el de una pequeña embarcación artesanal: “No se puede poner en el mismo plano. En un caso el impacto puede ser significativo; en el otro, probablemente no”.
En cuanto a la gestión, Abaunza recordó que el enfoque internacional combina varias herramientas: creación de áreas marinas protegidas o cierres específicos, limitación o prohibición de ciertas artes en zonas sensibles, modificaciones técnicas para reducir el contacto con el fondo, y, siempre, recogida sistemática de datos.
“Sin buena información científica es imposible evaluar bien el impacto de cada arte y delimitar con precisión dónde están los VME y qué extensión tienen”, advirtió. También defendió el enfoque de precaución en zonas potencialmente vulnerables, pero ligado a una idea clave: no aumentar el esfuerzo hasta saber qué hay debajo.
Tras ese repaso conceptual, Abaunza entró en el núcleo más polémico de su intervención: el reglamento de ejecución (UE) 2022/1614, con el que la Comisión Europea definió 87 zonas de ecosistemas marinos vulnerables en el Atlántico nordeste y prohibió en ellas la pesca con “cualquier arte de fondo”: arrastre, palangre y enmalle.
El investigador repasó la secuencia:
Con esos elementos, Bruselas aprobó el cierre de 87 polígonos —desde Escocia hasta el Golfo de Cádiz— a todas las artes de fondo, incluidas las artes fijas.
“Cuando uno ve el mapa de cierres a lo largo del talud, en zonas clave para las pesquerías de profundidad, es evidente que habrá impacto socioeconómico. Lo lógico habría sido acompañar el reglamento de un estudio detallado sobre sus consecuencias para la seguridad alimentaria y el empleo. Eso no se hizo”, criticó.
Abaunza fue especialmente duro con la interpretación que, a su juicio, hizo la Comisión Europea del dictamen científico de ICES.
“El propio consejo de ICES deja claro que sus análisis se referían al impacto del arrastre de fondo. No había datos suficientes sobre artes fijas. Sin embargo, el reglamento se aplicó por igual a palangre y enmalle”, resumió.
Entre las deficiencias que señaló del texto comunitario, destacó:
“El resultado práctico —lamentó— es que el reglamento ha golpeado especialmente a las artes fijas, que son más selectivas y con un impacto muy inferior sobre el hábitat que el arrastre de fondo”.
En la parte final de su intervención, y también en el turno de preguntas, Abaunza dejó varias ideas-fuerza que resonaron en la sala:
Como conclusión, dejó un mensaje claro: la protección de los ecosistemas marinos vulnerables es irrenunciable, pero debe basarse en buena ciencia, análisis socioeconómicos rigurosos y una escucha real al sector. Solo así, vino a decir, los dos mundos que abrió al inicio de su charla —el del mar y el de las personas que viven de él— podrán seguir conviviendo de forma sostenible.
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