La pesca ilegal sigue siendo una red invisible que atrapa al océano y a sus trabajadores. La pesca ilegal, no declarada y no reglamentada (INDNR, por sus siglas en inglés) es una de las amenazas más persistentes para los ecosistemas marinos y también para la dignidad humana en alta mar. Tras el atractivo de productos pesqueros baratos y abundantes, se oculta una red global de prácticas destructivas que arrasa los fondos marinos y perpetúa situaciones de explotación laboral extrema. La ONG Oceana, junto a otras entidades internacionales, denuncia una realidad que no siempre llega al consumidor: esclavitud moderna, violencia a bordo y millones de toneladas de pescado extraídas fuera del control legal.
La pesca ilegal mueve más de 20 000 millones de euros al año en el mundo, según estimaciones de la FAO y de Interpol. Esta cifra representa hasta el 20 % del total mundial de capturas, con un impacto directo en la seguridad alimentaria, la sostenibilidad de los caladeros y la economía legal de muchos países pesqueros.
Los barcos que practican esta actividad, muchas veces bajo banderas de conveniencia (registrados en países con escasa regulación), evaden cuotas, incumplen vedas o faenan en aguas protegidas. Las consecuencias no son solo ecológicas: esta práctica distorsiona los precios del mercado, perjudica a las flotas responsables y compromete los medios de vida de millones de personas, especialmente en África Occidental, Asia y América Latina.
La falta de supervisión en alta mar es terreno fértil para los abusos. Informes recientes de organizaciones como Human Rights at Sea o Environmental Justice Foundation han documentado casos de trabajadores atrapados en barcos durante meses o años, sin posibilidad de desembarcar, con jornadas de hasta 20 horas, comida racionada y sin atención médica. Se dan situaciones en las que los marineros son engañados con contratos falsos, despojados de su documentación y sometidos a condiciones laborales comparables a trabajo forzoso o servidumbre.
“Esclavitud moderna en el océano”, denuncian desde Oceana, que ha rastreado más de 1.000 casos documentados en los últimos cinco años.
Europa, incluyendo a España como potencia pesquera, ha adoptado regulaciones estrictas contra la pesca ilegal, exigiendo trazabilidad, documentación de origen y penalizaciones a buques infractores. Sin embargo, ONGs denuncian lagunas en los controles reales y falta de inspección efectiva, especialmente cuando se trata de productos importados de terceros países.
Recientemente, la ONG Avaaz llevó a España ante tribunales europeos por “mirar hacia otro lado” con prácticas ilegales de flotas que operan en aguas africanas. En paralelo, el Parlamento Europeo ha debatido endurecer el reglamento de control para exigir transpondedores obligatorios, seguimiento satelital y sanciones a países cómplices.
En los mercados europeos y asiáticos, el origen del pescado muchas veces es difícil de rastrear, pese a los avances normativos. Productos congelados, enlatados o reetiquetados pueden provenir de barcos implicados en pesca ilegal o explotación laboral.
El desafío es doble: mejorar la tecnología de seguimiento y trazabilidad (como blockchain o chips RFID) y crear sistemas de certificación ética y laboral, que garanticen no solo la sostenibilidad ambiental, sino también los derechos humanos de los trabajadores del mar.
Combatir la pesca ilegal requiere más que medidas nacionales: implica cooperación internacional, compromiso real de los gobiernos y presión ciudadana. Ampliar las zonas de exclusión, aumentar la vigilancia satelital, publicar registros de buques infractores y asegurar el cumplimiento de convenios internacionales como el Acuerdo de Ciudad del Cabo o las directrices de la OIT son pasos clave.
“Cada euro ahorrado comprando pescado barato puede costar la libertad de un trabajador o la extinción de una especie”, advierten desde Greenpeace.
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