Una serie de la revista médica The Lancet denuncia que la expansión de los alimentos ultraprocesados está impulsando la obesidad, las enfermedades crónicas y la desigualdad, y reclama gobiernos capaces de poner la salud pública por delante del beneficio corporativo.
La imagen de una dieta sana basada en frutas, verduras, legumbres y alimentos frescos choca cada vez más con la realidad de los supermercados: estanterías llenas de productos listos para consumir, baratos, sabrosos y envueltos en plástico brillante. Son los llamados alimentos ultraprocesados (UPF, por sus siglas en inglés), y su presencia creciente en la mesa de millones de personas se ha convertido en un problema de salud pública de alcance mundial.
Así lo advierte una nueva serie de artículos publicada por la revista médica The Lancet, que vincula el auge de los ultraprocesados con el aumento de la obesidad, las enfermedades cardiovasculares y otras patologías crónicas, al tiempo que profundiza las brechas de desigualdad entre quienes pueden pagar dietas saludables y quienes dependen de opciones baratas y poco nutritivas.
El análisis parte del sistema de clasificación Nova, que agrupa los alimentos según el grado y la finalidad de su procesamiento. En el extremo se sitúan los ultraprocesados: productos que no se parecen a la materia prima original y que se caracterizan por una larga lista de ingredientes, incluidos aditivos diseñados para mejorar el sabor, la textura, el color o el olor.
En este grupo entran desde refrescos azucarados, snacks salados, bollería industrial y comidas preparadas hasta carnes reconstituidas, barritas, cereales azucarados o yogures con múltiples añadidos. Los estudios revisados señalan que un consumo elevado de este tipo de productos se asocia a un mayor riesgo de obesidad, diabetes tipo 2, hipertensión y enfermedades cardiovasculares, entre otras.
El concepto de “ultraprocesado” no está exento de debate. Algunos críticos sostienen que agrupa en la misma categoría productos muy distintos, incluidos algunos que pueden aportar nutrientes —como ciertos cereales enriquecidos o yogures con probióticos— junto con bebidas azucaradas o embutidos de baja calidad. Pero la serie de The Lancet insiste en que el problema no es un producto aislado, sino el patrón alimentario completo: cuando los alimentos frescos y mínimamente procesados son desplazados de forma masiva por alternativas industriales, es el conjunto de la dieta el que se deteriora.
Además, subraya, todavía se conoce poco sobre el efecto combinado de múltiples aditivos consumidos de manera habitual durante años.
En el corazón de esta industria se encuentra la transformación a gran escala de materias primas agrícolas muy baratas —maíz, trigo, soja, aceite de palma— en una enorme variedad de ingredientes y aditivos que sirven de base para miles de productos diferentes.
Ese modelo está dominado por un puñado de multinacionales de la alimentación y la bebida, que concentran gran parte del mercado mundial. Los productos se diseñan para ser hiperpalatables, es decir, para resultar especialmente agradables al gusto y fomentar el consumo repetido. A ello se suma un marketing agresivo, omnipresente en televisión, redes sociales, deportes y espacios públicos.
El resultado: en muchos países de renta alta, los ultraprocesados ya representan alrededor de la mitad de las calorías que entran en los hogares. Y su consumo está creciendo rápidamente en países de renta baja y media, donde desplazan dietas tradicionales más ricas en alimentos frescos y locales.
El impacto no es solo sobre la salud humana. La serie recuerda que la producción industrial, el procesado y el transporte de estas materias primas son intensivos en combustibles fósiles, y que el plástico es omnipresente en el envasado, contribuyendo a la crisis climática y de contaminación.
Ante este escenario, The Lancet pide una respuesta firme y coordinada de los gobiernos para reducir el consumo de ultraprocesados y reorientar los sistemas alimentarios. Entre las medidas prioritarias que plantea figuran:
Pero los autores van más allá del etiquetado y los impuestos. Señalan que el poder económico y político de la gran industria alimentaria es un obstáculo central para cualquier regulación efectiva. Por ello reclaman reforzar las políticas de competencia, acabar con la autorregulación voluntaria y establecer normas vinculantes que limiten la interferencia corporativa en el diseño de políticas de salud pública.
Frente al poder de las multinacionales, la serie subraya el papel que están jugando organizaciones de la sociedad civil, fundaciones y redes internacionales en apoyar regulaciones más estrictas. Cita, por ejemplo, programas filantrópicos que han apoyado la aprobación de leyes sobre etiquetado frontal, impuestos a bebidas azucaradas y restricciones de marketing en países de América Latina y África subsahariana, proporcionando asistencia técnica y apoyo cuando los gobiernos se enfrentan a presiones y litigios por parte de la industria.
Estas experiencias demuestran, según The Lancet, que las políticas funcionan cuando hay voluntad política, alianzas amplias y recursos para evaluar su impacto y defenderlas frente a ataques.
La serie advierte, sin embargo, que cualquier estrategia para reducir el consumo de ultraprocesados debe situar la equidad en el centro. Son precisamente las personas con menos recursos las que más dependen de estos productos, porque son baratos, tienen larga vida útil y requieren poco tiempo de preparación.
Si se encarecen sin ofrecer alternativas, se corre el riesgo de aumentar la inseguridad alimentaria o de cargar aún más el peso del trabajo doméstico —cocinar desde cero— sobre las mujeres, que ya asumen la mayor parte de estas tareas en muchos hogares.
Por eso, The Lancet aboga por reorientar los subsidios agrícolas: menos apoyo a grandes corporaciones y monocultivos de exportación, y más ayudas a productores diversos que ofrezcan alimentos locales, frescos, mínimamente procesados, asequibles y, a la vez, fáciles de preparar. Parte de la recaudación de los impuestos a ultraprocesados, sugiere, podría destinarse a subvencionar frutas, verduras, legumbres y otros alimentos básicos para los hogares con menos ingresos.
En última instancia, la industria de los ultraprocesados aparece en la serie como un síntoma de un problema más profundo: un sistema alimentario global cada vez más concentrado en manos de grandes corporaciones que priorizan el beneficio privado sobre la salud y el bienestar de la población.
The Lancet considera que la evidencia científica disponible ya es suficiente para justificar una acción inmediata. Y reclama un paquete de políticas coherentes, aplicadas de forma simultánea y coordinada a escala global, que reduzca el peso de los ultraprocesados en la dieta, limite las prácticas empresariales dañinas y recupere espacios para una alimentación más saludable, justa y sostenible.
La batalla por el futuro de nuestra dieta, concluye la serie, no se librará solo en las cocinas de los hogares, sino en los despachos donde se deciden las normas que gobiernan qué productos se producen, cómo se comercializan y quién paga realmente el coste —en enfermedad, desigualdad y daño ambiental— de una comida que, cada vez más, se parece a cualquier cosa menos a comida.
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