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sábado, abril 20, 2024
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La eficiencia y productividad eleva la confianza en el consumo del pescado acuícola

Un artículo del Doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos, Miguel A. Lurueña, en Alimente, de El Confidencial, evidencia que el pescado de acuicultura no tiene que recibir nunca desconfianza, ni tiene peores características organolépticas que el pescado salvaje (aspecto, olor, sabor, textura), o que es falso que está repleto de medicamentos (antibióticos, hormonas, etc.), o que es criado con alimentos de dudosa calidad o que su producción contamina mucho. Pero ¿hay algo de cierto en ello? Lo que parece claro es que existe mucho desconocimiento en torno a este tema, incluso en países como España, que es uno de los primeros de Europa en consumo de pescado (25,5 kg por persona y año) y en producción acuícola (64.168 toneladas en 2017), así que se hace necesario arrojar un poco de luz sobre el tema.

Miguel A. Lurueña es doctor en Ciencia y Tecnología de los Alimentos, trabaja como consultor independiente para empresas alimentarias y divulga ciencia a través del blog Gominolas de petróleo y de otros medios de comunicación.

«Lo que más determina nuestra elección es el aspecto y el precio, no el que sea salvaje»

Lo primero que habría que aclarar es que a la hora de hacer compra nos importa bien poco si el pescado es de cría o salvaje. Al menos eso es lo que dicen las encuestas. Lo que verdaderamente determina nuestra elección es el aspecto y el precio. Es decir, nuestra prioridad es que el pescado sea fresco y se ajuste a nuestro presupuesto. Otros factores que tenemos en cuenta, aunque en mucha menor medida, son el origen (la zona geográfica de la que procede), la facilidad de preparación, el respaldo de una marca de calidad y el impacto medioambiental, social o ético. En otras palabras, el método de producción no determina nuestra elección de compra, aunque desde luego influye sobre algunos aspectos que sí tenemos en consideración, como el precio y las implicaciones medioambientales, sociales o éticas.

Por otra parte, solemos pensar que la gran mayoría de los consumidores prefiere el pescado salvaje frente al de acuicultura, pero lo cierto es que, según el Eurobarómetro, tan solo el 41% de los españoles tiene esa preferencia, porcentaje que se reduce al 34% si ampliamos la consulta al conjunto de la Unión Europea. El resto de los consumidores no tiene preferencias en este sentido (30%), no se fija en ese aspecto a la hora de comprar el pescado (18%), elige un tipo u otro en función del producto (5%) o incluso prefiere el pescado de criadero frente al salvaje (5%).

El paladar nos engaña

Probablemente el hecho de que la mayoría de los consumidores no tenga preferencia por el pescado salvaje frente al de cría se deba a que su precio suele ser más elevado, pero ¿qué hay de las características organolépticas? ¿Acaso no es mejor el pescado salvaje? Lo que indica la mayoría de los estudios es que los consumidores no son capaces de encontrar diferencias entre el pescado salvaje y el de cría cuando hacen una cata ciega. Eso sí, la cosa cambia cuando conocen la procedencia de cada pescado. Así sí que encuentran diferencias, decantándose por el pescado salvaje, lo que indicaría la existencia de un sesgo en este sentido.

Los salvajes suelen tener carne más oscura, sabor más suave y textura más firme

En cualquier caso, es cierto que existen diferencias entre las características organolépticas de uno y otro pescado. Lo que ocurre es que en la mayoría de los casos solo son percibidas por catadores expertos. En general, los ejemplares procedentes de acuicultura presentan una carne más clara, un olor y sabor más intenso y una textura más jugosa y tierna que los ejemplares salvajes, que suelen tener carne más oscura, un olor y sabor más suave y más agradable, y una textura más firme y menos jugosa.

Estas diferencias en las características organolépticas se deben a su vez a las diferencias que también existen en la morfología y la composición de los peces, según el sistema de producción. Así, los peces salvajes ejercitan más su musculatura, al recorrer más distancias y en condiciones más adversas (por ejemplo, con corrientes más fuertes), lo que explica que la textura de su carne sea más firme y fibrosa. Por otra parte, las principales diferencias en la composición se encuentran en la cantidad de grasa y en el perfil de ácidos grasos. Así, la proporción de grasa en el pescado salvaje es muy variable según la estacionalidad, mientras que en el pescado de acuicultura es constante a lo largo de todo el año y suele ser bastante más elevada. Por su parte, el perfil de ácidos grasos depende de la composición de la dieta. En los últimos años, los piensos elaborados con proteína y aceite de pescado que se empleaban habitualmente en acuicultura se han ido sustituyendo por otros con proteínas y aceites vegetales, procedentes por ejemplo de la soja y el girasol, lo que da como resultado un pescado con un perfil de ácidos grasos más propio de organismos terrestres, como oleico, linoleico o linolénico, aunque sin diferencias significativas en el contenido total de omega 3 cuando se compara con el pescado salvaje.

¿Y qué hay de la seguridad? Muchas personas piensan que el pescado está plagado de contaminantes, en especial si procede de la acuicultura, en cuyo caso muchos temen la presencia de hormonas y antibióticos. Lo cierto es que el pescado es seguro, independientemente del sistema de producción. Precisamente hace unas pocas semanas la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria publicó un informe anual sobre residuos de medicamentos y otras sustancias contaminantes en animales y alimentos de origen animal. Los resultados indicaron que el 99,45% de las muestras correspondientes al pescado procedente de acuicultura cumplía los límites legales establecidos para ese tipo de compuestos. Es decir, en general, el pescado no contiene hormonas, antibióticos ni otras sustancias contaminantes en cantidades que puedan suponer un riesgo para la salud humana.

¿Y la sanidad?
Por otra parte, es cierto que la cría intensiva de pescado puede favorecer la transmisión de microorganismos patógenos y parásitos entre los diferentes individuos. Por eso en acuicultura cobran especial importancia los aspectos sanitarios. La ventaja es que, al estar controlada la alimentación y el estado sanitario de los animales, la aparición de algunos problemas como el desarrollo de anisakis es muy poco probable. Sin embargo, en ocasiones es necesario emplear medicamentos para tratar diferentes enfermedades. En ese caso, debe respetarse un tiempo de espera para que estas sustancias no estén presentes en el producto final. Pero ¿qué hay de la emisión de residuos de estas sustancias al medio ambiente?

En primer lugar, hay que considerar que la acuicultura también produce otro tipo de residuos. Entre ellos, los restos de alimentos que no son digeridos por los peces, los excrementos sólidos y otros compuestos de desecho que liberan principalmente fósforo y nitrógeno al medio. Su impacto sobre el medio ambiente depende en buena medida del sistema de producción acuícola que se utilice. Algunos de los más empleados son los siguientes:

Sistemas de flujo, que consisten en un conjunto de canales y tanques por los que fluye agua continuamente. Esta puede ser bombeada o proceder de la desviación de un río, aprovechando así la corriente. En cualquiera de los dos casos, es depurada para eliminar los residuos antes de ser devuelta al medio externo. Así se crían las especies cuyo hábitat natural son las corrientes de agua o las que necesitan agua con un alto contenido en oxígeno, como lubina, trucha o tilapia.
Sistemas cerrados de recirculación, donde los peces son criados en tanques que están conectados a un circuito cerrado de tuberías y filtros por los que circula el agua y donde se añade oxígeno. De este modo se pueden controlar todos los parámetros que influyen sobre la producción (temperatura, acidez, salinidad, etc.) y se pueden tratar los residuos de forma más eficiente para que su impacto ambiental sea mínimo. Con este sistema de acuicultura son criadas algunas especies como la lubina, tilapia o trucha arcoíris.
Cercados de mallas o de jaula, formados por grandes redes con forma de saco que se sumergen en el agua (ya sea en ríos, bahías marinas, estanques, etc.) y se mantienen en la superficie gracias a un marco flotante. Este sistema se emplea para la cría de diferentes especies, como dorada, lubina, bacalao o salmón. En este caso el agua del medio fluye libremente a través de las mallas o de la jaula. Eso supone algunas ventajas, como un menor coste de instalación y mantenimiento y una menor dificultad técnica. Pero también plantea varios inconvenientes: el agua y los peces están más expuestos a influencias externas que pueden tener un efecto negativo, como los depredadores, las corrientes de agua, las tormentas o la contaminación del agua (por ejemplo, la aparición de una marea roja). Además, es más complicado controlar la emisión de residuos por tratarse de un sistema abierto. Es decir, es este último sistema de producción el que más preocupaciones plantea en lo que respecta al impacto ambiental y el manejo de los residuos. ¿Qué se hace entonces en estos casos?
El impacto de esos compuestos se concentra casi exclusivamente en el fondo marino bajo las jaulas, así que lo que se hace para minimizarlo es, entre otras cosas, situar las instalaciones en lugares con una profundidad y corrientes adecuadas, y realizar análisis del sedimento marino para controlarlo. Además, es importante que la producción esté bien planificada (considerando por ejemplo la cantidad y frecuencia de alimento suministrado) para no generar muchos residuos y que los que se liberan al medio se degraden convenientemente sin ejercer un efecto negativo sobre el entorno. Los productores son cada vez más conscientes de que este aspecto preocupa al consumidor. Por eso existen cada vez más certificaciones de calidad encaminadas en este sentido. Pero es que además un manejo inadecuado puede perjudicar gravemente el desarrollo de los peces. Por todo ello, se está investigando, entre otras cosas, sobre el empleo de diferentes alternativas al uso de antibióticos, tales como vacunas, probióticos y bacteriófagos.

Precisamente la investigación es la que ha hecho posible el aumento de la eficiencia y de la productividad de la acuicultura, que en las últimas décadas ha crecido a un ritmo espectacular, del orden del 6% anual. Para que nos hagamos una idea, en el año 1951 la producción mundial fue de menos de 0,8 millones de toneladas mientras que en la actualidad es de 110 millones de toneladas. De hecho, hace unos días hemos tenido noticia de que por primera vez la producción acuícola supera a las capturas de pescado salvaje, representando más del 50% de la producción total de pescado. Y ahí no queda la cosa. La FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura) estima que antes de 2030 más del 65% del pescado procederá de la acuicultura. Esta organización además nos alerta sobre el agotamiento de los caladeros de pesca, e indica que el 31% de la población mundial de peces con valor comercial se explota de forma insostenible, porcentaje que se eleva al 59% en mares cerrados como el Mediterráneo.

Así pues, debemos abandonar la idea de que la acuicultura es un complemento a la pesca, ya que, a la vista de la situación actual, se puede decir que en realidad es su evolución natural, del mismo modo que la ganadería lo es de la caza. Desde luego hay muchos aspectos que mejorar pero, a juzgar por la situación actual, si queremos seguir comiendo pescado a este ritmo, parece que no queda otra alternativa.

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